Hace como cosa de 3 o 4 años, se me ocurrió que teníamos que aprender a patinar. Me parecía a mí una cosa muy chula eso de ir a patinar en familia. Y es por ello que, exceptuando el príncipe A que era aún muy pequeño, el resto nos apuntamos a clases de patinaje en linea.
Para nosotros suponía un gran esfuerzo asistir a las clases porque teníamos que dejar al príncipe A con su tía (él tan contento, claro) e irnos a un barrio que nos pillaba un poco lejos de donde vivíamos y era donde se daban las clases.
Unos días antes de empezar las clases fuimos a comprarnos los patines. Suponíamos que había que ir con patines a la primera clase (aunque yo dije de ir sin patines y que nos informasen de qué tipo de patines nos vendría mejor). Ya en la tienda, mirábamos la estantería donde estaban los patines como el burro que ve pasar el tren, sin idea de qué tipo de patines nos convenía ni nada de nada. Pero salimos de la tienda con patines, bolsa para los patines y todo tipo de protecciones: coderas, rodilleras y una cosa para proteger las muñecas que no había visto en mi vida. Sólo nos faltó el casco y la verdad es que nos hubiese venido muy bien.
El primer día de clase lo recordaré toda mi vida, creo que nunca he sudado más haciendo menos. La cosa empezó bastante mal cuando entró el profesor con los patines puestos, muy profesional él haciendo giros y se pegó una leche contra unas vallas que había apartadas a un lado. Yo no sabía si reír o llorar, si al profesor le pasaba eso, no te quiero ni contar a los que no teníamos ni idea de patinar. Pero no, el primer día no me iba a pasar a mí eso ni por asomo porque no conseguí levantarme del suelo. Sí, desde la barrera las cosas se ven muy fáciles, pero yo me pasé una hora sudando como un pollo e intentando ponerme de pie. Lo pasé realmente mal. Hay que decir que a mi pareja no se le dio tan mal como a mí, creo que soy una negada total para el patinaje. Por suerte, a la princesa Zeta le tocó una profesora distinta.
Y así pasamos algunas semanas, en las que ya conseguí levantarme del suelo e incluso dar algunas vueltas a los circuitos que nos hacían. Pasó el tiempo e incluso cambiamos de profesor y, aunque mejoró un poco la cosa, a día de hoy no me veo para nada suelta con los patines, más bien con más miedo que otra cosa.
Y como creo que es muy importante aprender a patinar cuando somos pequeños (cuanto más bajitos más fácil es), al príncipe A le regalamos unos patines para su cumpleaños y fuimos a estrenarlos. La princesa Zeta también cogió los suyos, que los tenía abandonados y claro, pasó lo que tenía que pasar, no le cabía el pie. La cara de decepción que puso fue total, pero como la solución pasaba por otra visita a la tienda de deportes, allá que nos fuimos otra vez.
La princesa Zeta va muy suelta, el príncipe A creo que ha nacido para patinar pero, ¿y el resto, seremos capaces de ponernos de nuevo los patines o seguiremos viendo el espectáculo desde la barrera?
No hay comentarios:
Publicar un comentario