Antes de ser madre y los primeros años de serlo, tenía un sueño muy ligero. Antes de ser madre y desde pequeña, me he despertado con una mosca que pasase volando a mi lado. Lo cual es un auténtico fastidio. Y cuando ya fui madre, me despertaba justo antes de que mis hijos pusiesen un pie en el suelo.
Afortunadamente tampoco me ha costado nunca dormirme. Yo me duermo según pongo la cabeza en la almohada. Que digo yo que para qué vas a esperar más, cuando se trata de dormir no hay que perder más tiempo.
Pero en los últimos años, las cosas han cambiado para bien. Para bien porque ya no me despierto tan fácilmente, que aunque una tenga facilidad para volver a dormirse, es un fastidio que te despierten cuando estás tan a gusto durmiendo.
Se ve que el cuerpo se adaptada después de estar sufriendo una tortura china durante dos años, justo los dos primeros años de vida del príncipe A. Ahora lo veo con perspectiva y, como siempre nos ocurre a las madres y si no se habría extinguido la especie, nos olvidamos del dolor sufrido. Quien dice del dolor dice de las noches en vela teniéndote que levantar cada hora porque tu hijo llora. Que el pobrecito no tenía culpa de nada pero qué alegría la noche que durmió del tirón. Así que ahora ya no me despierto tan fácilmente cuando alguno de los dos se levanta a medianoche para pedir algo. Ellos llegan sigilosamente a mi cama y yo no me entero hasta que veo una sombra aproximarse hacia mí y me llevo un susto de muerte. Más o menos el susto que se deben llevar los vecinos con mi chillido, porque una cosa no, pero cuando me asusto lo hago de verdad. Y más o menos como el que se lleva el que ha osado venir a despertar a la loca de su madre a esas horas.
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