Hace exactamente un año celebramos mi cumpleaños cenando en lo alto de la Peña el Gredal, una gran piedra arenisca que está a algo más de un kilómetro de nuestro pueblo. Este año hemos vuelto a repetir, aunque ha sido unos días antes.
Si en aquella ocasión éramos cuatro los que elegimos el camino más difícil para acceder, en esta ocasión íbamos ocho locos cuesta arriba. Sé que algunos hubieran elegido el camino más fácil, pero eso no mola tanto.
Y de este modo, cargados con la comida y la bebida subimos como cabras por en medio del monte. Y tanto apuramos el tiempo que se hizo de noche apenas habíamos llegado a lo alto de la peña. Menos mal, porque la luna no había salido aún y no se veía mucho y es bastante peligroso caminar por ahí arriba incluso con luz.
Ahí pasamos un buen rato, entre risas y miedo por si venían vampiros, zombis o lobos con ojos rojos. Menos mal que nos habíamos llevado linternas, porque no se veía el acceso al camino de vuelta. Eso sí, la vuelta la hicimos por el camino, que no estamos tan locos.
La historia de esta peña no ha llegado muy clara a nuestra época, pero habla del Cid Campeador, de un pariente suyo llamado Alvar Fáñez y de una gran campana que se tocaba tirando de una gran cuerda desde el monte del castillo. Lo cierto es que el hueco para la campana se puede ver perfectamente esculpido en la piedra.
También se puede ver un gran hueco donde hay un nido en la actualidad y que ya existía en los tiempos en que mi abuelo materno era joven, ya que nos contaba que al ser el más pequeño, lo descolgaban desde arriba para coger los huevos del nido. Menudo hambre deberían pasar para arriesgarse de esa manera.
Y de esta forma se están volviendo a repetir la historia. Antes íbamos nosotros con nuestros amigos del pueblo y ahora volvemos de nuevo pero con nuestros hijos. La piedra sigue como si nada pasase y lo que le queda.
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