viernes, 5 de junio de 2015

Cataratas del Niágara en tortugoneta.

He de decir que este viaje a las Cataratas del Niágara en furgoneta ha sido uno de los mejores viajes que he hecho en familia. Unos 896 kilómetros (557 millas) de ida, yendo por la parte sur del lago Erie y unos 856 kilómetros de vuelta (532 millas), viniendo por la parte norte del mismo lago.

La tortugoneta, como diría el príncipe Eme, la habíamos alquilado a propósito para hacer este viaje y no defraudó. Era de 12 plazas más maletero pero viajábamos 10 personas e íbamos bastante cómodos. Además, teníamos dos conductores que se iban turnando y sólo parábamos para las típicas paradas cuando vas con niños y para comer. Que otra cosa no, pero en las autopistas americanas hay muchas áreas de descanso con restaurantes y todo todo tipo de servicios. Claro que los restaurantes son las típicas cadenas americanas de comida. A la ida, llevábamos unos maravillosos bocatas de tortilla que habíamos hecho antes de salir, y con pan francés, que es lo más parecido al pan que se vende en España. Vamos, que nos supieron a gloria cuando paramos para comer.

Nos pusimos a comer en la parte de afuera de la zona de restaurantes, que nos pareció un sitio fantástico porque hacía solecito, y resultó ser un zona de descanso para perros. Es lo que tiene ir muertos de hambre y pasar de leer los carteles que lo indicaban. 

Después de comer entramos a la zona de restaurantes tomar un café de esos que te ponen en vaso largo, y no sé de quién fue la idea de no tomar el típico café Starbucks, que cuesta un ojo de la cara, o el de Dunkin Donuts, que está buenísimo y es más barato. Pero el caso es que pedimos un café en otro sitio que a la vez era una tienda de recuerdos y estaba tan malo que no nos lo pudimos ni beber. Ese fue el recuerdo que nos llevamos de la tienda y, eso sí, era mucho más barato. La princesa Zeta desde entonces suele recordarme que las cosas baratas siempre salen más caras y tiene más razón que una santa.

La siguiente parada la hicimos en Toledo, pero el que está en el estado de Ohio. Sólo bajamos para hacernos la foto porque nos quedaba bastante camino por delante.

Como no queríamos pegarnos una paliza de viaje, sobretodo por los niños, hicimos parada en un motel de carretera. Esto es una de las cosas típicas que hay que hacer si haces un viaje largo por carretera en Estados Unidos. El motel se llamaba "Motel 6" y es una cadena de hoteles situados en Estados Unidos y Canadá. Estaba un poco antes de llegar a Cleveland, en un pueblo que se llama Amherst, exactamente en Leavitt Road. El sitio era como de película americana, las puertas de las habitaciones daban a la calle y el edificio era de dos plantas.

Llegamos como a las 7 de la tarde, pero resulta que ya había una diferencia horaria de 1 hora, con lo que tuvimos que dejar todo deprisa para irnos a buscar sitio para cenar porque allí eran ya las 8 y cerraban poco después. Estuvimos cenando en un sitio llamado "Panera Bread", donde hacen unas sopas riquísimas. La que yo pedí, recomendada por mi hermana era de brócoli y queso y estaba deliciosa. La curiosidad es que te la pueden servir en un cuenco o en un pan redondo en el que han hecho un agujero. Este sitio también es de una cadena de restaurantes y fuimos allí porque ya lo conocía nuestra familia.

Tanto nos gustó el sitio que al día siguiente madrugamos y fuimos a desayunar al mismo sitio, esta vez unos deliciosos cinnamons rolls.



Desde que salimos de Chicago habíamos atravesado los estados de Illinois, Indiana, Ohio y Pennsylvania. Y aún nos quedaría el estado de New York para llegar a las cataratas del Niágara y el de Michigan en la vuelta a Chicago. 

Cuando te vas acercando a las cataratas desde la parte americana, que es lo que nosotros hicimos, lo que se ve es una nube que se produce por la fuerza del agua al chocar en la caída. Esta nube se produce en la catarata canadiense, que es la sale que en las fotos y que tiene forma de herradura por eso la llaman Horseshoe Fall. Porque hay que decir que realmente hay dos cataratas, la catarata americana y la catarata canadiense. Justo en ese punto el río hace frontera entre los dos países.

Como nosotros estábamos alojados en la parte canadiense, que es la que tiene las vistas bonitas, teníamos que cruzar la frontera en ese punto, cosa que fue relativamente fácil, sólo tuvimos que esperar la cola de coches y enseñar los pasaportes.

Ya en ese punto íbamos todos bastante emocionados por ver cómo era esa maravilla de la naturaleza. Aunque la familia americana ya habían estado, por suerte para nosotros. La cosa desdeluego no defraudó. 


Como ya he dicho, la familia americana había estado hacía unos meses, aunque el viaje lo habían hecho en avión. Por ello, ya sabían dónde nos teníamos que alojar para tener unas vistas excepcionales. La novatada del alojamiento la pagaron ellos en su primer viaje. Así que tenían habitaciones reservadas en el Hotel Hilton.

El hotel tiene dos edificios conectados por el hall de entrada, y la pena fue que tuvimos que estar en edificios distintos, unos en la planta 29 de uno y los otros en la planta 35 del otro. Pero las habitaciones estaban genial (qué bien se dormía en esas camas) y las vistas no defraudaron. Desde la nuestra, se podía ver a la izquierda la catarata americana y a la derecha la canadiense. Entre una y otra teníamos el hotel casino, que empañaba un poco el espectáculo.


Según te vas acercando a la catarata, la cosa impresiona bastante. Tanto la nube que se eleva y que te deja empapado, igual que si estuvieran continuamente lloviendo, como el ruido ensordecedor del agua al caer hacen que seas consciente del poder de la naturaleza y de la suerte de poder estar viendo en directo algo así. El filo de la catarata es imposible de ver por la nube que hay.

Tuvimos la gran suerte de que no había excesiva gente y pudimos verlo todo tranquilamente, los dos día que estuvimos. Incluso el segundo día nos dio tiempo a ver los túneles de las cataratas (Behind de Falls). Es bastante cara la entrada, pero ya que estábamos allí decidimos bajar. La atracción consiste en bajar unos 50 metros en ascensor y recorrer unos túneles que están hechos por detrás de la catarata y que tienen otros túneles perpendicularmente, abiertos justo por donde cae el agua. En nuestro caso, uno de los túneles estaba aún congelado y sólo se veía hielo, y en el otro sólo se veía agua caer. Pero lo verdaderamente impresionante es el ruido y la vibración que se siente ahí abajo, a mí me daban ganas de salir corriendo para arriba otra vez, parecía que aquello iba a explotar de un momento a otro. Esta atracción también consistía en la salida a una especie de terraza de dos plantas que tienen vistas justo al lateral de la cascada. La planta de abajo de esa terraza estaba cerrada porque estaba llena de nieve aún y sólo pudimos verla desde la parte de arriba, que tenía una especie de ventanales abiertos.

En el edificio donde se sacaban las entradas para esa atracción había muchos paneles informativos acerca de las cataratas. Me impresionó mucho que en los dos últimos siglos, la erosión hubiese hecho retroceder la catarata en unos 200 metros. Pero más me impresionó que en 1969, los americanos decidieran secar su catarata para hacer un estudio geológico del lecho del río. El objetivo era estudiar la mejor manera de conservar las cataratas. Finalmente decidieron no actuar sobre el lecho del río y dejar que la naturaleza siguiera su curso.

El pueblo de Niágara en sí no es nada bonito. La verdad es que parece todo muy artificial. Hay unas pocas calles llena de atracciones al estilo de un parque temático. Llama mucho la atención este tipo de ambiente para atraer el turismo, cuando al lado hay una maravilla de la naturaleza como son las Cataratas del Niágara.

La vuelta a Chicago la hicimos por la parte norte del lago Erie, que es aún Canadá hasta casi la llegada a Detroit, donde está la frontera entre los países. Y la hicimos del tirón, en el mismo día.

Si la entrada en Canadá había sido bastante fácil, la entrada a Estados Unidos no lo fue para nada. La verdad es que el hecho de que fuéramos 10 españoles en una furgoneta con los cristales tintados no ayudó mucho. Pero es que el agente Bower, que así se llamaba el policía que nos tocó en la aduana, nos hizo pasar bastante mal rato. La verdad es que fue todo una mezcla de tensión e incredulidad. Después de repasar todos los pasaportes concienzudamente, de abrir las puertas de la furgoneta para mirarnos uno a uno y de abrir el maletero por si llevábamos 'FOOD' (entre todas las preguntas que nos hizo, cuando nos pregunto si llevábamos comida lo hizo gritando y nos dejó a todos alucinados), nos dejó pasar sin problemas. Creo que aún se debe estar partiendo de risa cuando le cuenta a sus amigotes cómo acojonó a unos pringaos españoles. Así las gastan los americanos en la frontera, haciendo de polis malos siempre que pueden.

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